Articulo publicado en el Boletín especial 15 años, octubre 2009
Roberto Montoya, voluntario de España (2000-2009)
En el año 2000 son desaparecidos Claudia Monsalve y Ángel Quintero, dos miembros de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (ASFADDES) de Medellín.
Eran las 10 de la noche del 6 de octubre del 2000. Claudia Monsalve dijo que se iba para su casa. Ángel Quintero se puso de pie para acompañarla a tomar el bus. Estaban compartiendo un momento de encuentro con otras personas de ASFADDES de la que hacían parte. Los dos buscaban a sus desaparecidos y terminaron siendo desaparecidos. Nunca más supimos de ellos.
Era sábado ya. Y poco a poco, con el transcurrir de las horas, lo que no queríamos aceptar se hacía realidad. Eran momentos de confusión, de carreras, de llamadas, de ir a lugares, de mirar en sitios, de preguntar a gente, de buscar. Nada. No aparecían.
El miedo, el horror, la desesperanza, los lloros, los quiebres de voz, el hablar bajito, el no hablar, el qué hacer, el cómo continuar, de dónde sacar fuerzas para organizarse en la tragedia. Estábamos en nuestra casa, la de PBI, familiares de ASFADDES, las familias de Ángel y Claudia y nosotros. Estábamos apoyándonos. Acompañándonos.
«¿Dónde está mi papá?, ¿por qué no está en PBI?» nos preguntaba el hijo pequeño de Ángel. ¿Qué responderle? Alzarle en alto y darle un fuerte abrazo es lo único que se nos ocurrió en ese momento. No queríamos que viera nuestros ojos empañados de lágrimas ni que escuchara lo que no podíamos decirle. Así estábamos todos, familiares y brigadistas.
Salimos de la casa. Íbamos a un lugar seguro. Algunas familiares de ASFADDES, la mujer de Ángel, sus cuatro hijas y el pequeño que no me soltaba de la mano. En silencio. Llegamos, repartimos colchones por los suelos e intentamos dormir. Los más pequeños se durmieron enseguida. Para el resto cualquier ruido era suficiente para desvelarnos, para no dormir. Teníamos miedo.
«De nuevo huir, escondernos. ¿Cuántas veces más?», nos preguntaba la hija mayor de Ángel, la mañana del 8 de octubre. Tampoco sabíamos qué responderle. Y, de nuevo, un abrazo nos salvó de tener que explicar lo inexplicable o de dar esperanza a la desesperanza. Días más tarde, otra vez hacer maletas, otro destino, otro lugar, otro escondite. Bogotá. Despedida en el aeropuerto. Familiares de ASFADDES, el pequeño de nuestra mano, la mujer de Ángel silenciada. Y las hijas, ahí. Lloramos. Nos regalamos abrazos. Los necesitábamos. No fueron las últimas maletas que hicieron. Años después salieron del país.
Seis meses después: la vida continuaba. Pero hay heridas que no se curan. «No oigo, no oigo, soy sordita», y se ponía las manos en sus oídos para no escuchar. A sus seis años de edad, la hija de Claudia, hacia lo mismo cada vez que alguien pronunciaba el nombre de su mamá.
Su hermano mayor tenía 11 años y no soportaba la idea de la ausencia de la mamá. Por eso, la información en los medios de comunicación que relacionaban las más de 2.500 interceptaciones telefónicas con la desaparición de su mamá y de Ángel lo estaban derrumbando1. «Para el niño fue como romper la ilusión diaria que conserva de verla entrar por esa puerta. Por eso llora todo el tiempo, no quiere comer, no quiere salir. Fue una noticia de desesperanza para él, pero tal vez una primera aproximación a la verdad. Y es que si alguien ha tenido que soportar el rigor de la desaparición forzada, esos han sido los hijos de Claudia. Es como si la hubieran perdido dos veces. La perdieron cuando se enteró de la desaparición de Édgar, nuestro hermano menor. Y la perdieron ahora, quizás definitivamente», comentaba otro hermano de Claudia.
Hoy, nueve años más tarde, seguimos pensando en Ángel y Claudia. Me sigue entristeciendo su desaparición. Me sigue doliendo. Sigo sintiendo esos abrazos.
¿Dónde están Ángel y Claudia?
1 «Hallan 2020 “chuzadas” que fueron ilegales», El Espectador, 15 de abril de 2001