“Vamos, muchachos, ¡vámonos!”. Con esta orden brusca, Celia Eumesa y un grupo de la Guardia Indígena Nasa bajo su mando se subieron a una camioneta para perseguir a un puñado de guerrilleros que un poco antes secuestraron a algunas personas de su comunidad. Armados con algo más que bastones de mando, que cargan para simbolizar la autoridad indígena, se apresuraron tras el auto de la guerrilla con una caravana de otros sesenta guardias indígenas detrás de ellos.
Cuando estaban ya bastante cerca del auto, Celia le dijo al chofer que hiciera sonar la bocina para ver si los hombres se detenían. Cuando los guerrilleros se negaron, le dijo al chofer: “Písale. Tenemos que rebasarlos”. Mientras la camioneta de Celia aceleraba, también lo hicieron los guerrilleros. “¡Más! ¡Más!”, gritaba, hasta que eventualmente consiguieron rebasar al auto.
Luego de tener ya una distancia segura por delante de la guerrilla, ordenó que la camioneta se estacionara de costado para bloquear el camino de tierra. Celia pensaba que ya que tenía una camioneta más grande, y que el camino estaba flanqueado por vegetación cerrada a ambos lados, los rebeldes no intentarían de hacerse camino imprudentamente a través del bloqueo. Tenía razón.
El pueblo nasa es uno de los grupos indígenas más grandes de Colombia, en su mayoría concentrados en el departamento del Cauca. Su territorio tradicional, al sureste del país, ha sido arruinado por parte de la peor violencia en una guerra civil que lleva ya más de cuatro décadas, en un conflicto que enfrenta a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y a otros grupos de izquierda de menor tamaño, en contra de los militares colombianos y sus paramilitares de apoyo.
Pese a haber declarado hace tiempo su “neutralidad activa”, los nasa quedan a menudo atrapados por el fuego cruzado de la pelea o son atacados por supuestamente simpatizar con uno u otro grupo armado. Pero ya que son igualmente críticos con todos los actores del conflicto —inclusive los militares—, la fiera postura independiente de los nasa ha sido muchas veces razón suficiente para provocar hostigamiento, secuestros y asesinatos, o peor, masacres a sus pueblos. Cansados de padecer la peor parte de la sangrienta historia, en 2001 los nasa crearon la Guardia Indígena, como una organización permanente, no violenta, de defensa civil.
Celia Eumesa fue instrumental enla creación de la Guardia Indígena. De hecho, las nasa han jugado papeles clave en la construcción y fortalecimiento de todas las facetas del vibrante movimiento indígena en Colombia. En número cada vez más mayor, las mujeres se han vuelto gobernadoras, alcaldes y miembros del consejo en los gobiernos locales autónomos de los resguardos indígenas nasa, y han alcanzado los grados más altos en la Guardia Indígena.
“No porque queramos competir con el poder de los hombres”, dice Celia, “sino porque podemos”.
Los grandes pasos dados por las nasa están cargados obviamente de peligro, oposición y autosacrificio. Son constantemente confrontadas con las restricciones impuestas por la sociedad colombiana en todas partes, así como con el chauvinismo endémico en sus propias comunidades. En la cultura machista y afamadamente conservadora de este país, las mujeres indígenas son discriminadas doblemente: la primera por ser mujeres y la segunda por ser indígenas —y tal vez una tercera vez por ser pobres.
El deber principal de la guardia, con aproximadamente 6 mil miembros en activo, es proteger a las comunidades previniendo la incursión de grupos armados y narcotraficantes al territorio de los resguardos nasa. Los miembros de la guardia la describen como “un grupo humanitario en resistencia pacífica” que además alerta a las comunidades sobre la presencia de actores armados, recupera los cuerpos de miembros de la comunidad asesinados y sirve como parapeto entre la policía y los manifestantes durante las protestas. Pero quizá su actividad más peligrosa es realizar misiones de rescate de víctimas secuestradas. Fue una de estas operaciones que Celia Eumesa dirigía cuando perseguían el auto de la guerrilla.
Saliendo de su auto en el improvisado bloqueo de caminos, los miembros de las FARC estaban furiosos y comenzaron a apuntar sus rifles frenéticamente hacia Celia y los otros guardias, ordenándoles con insultos que movieran la camioneta o “los llenamos de balas”. Los otros guardias indígenas que venían detrás llegaron pronto al lugar.
“Bueno, si van a matar a sesenta de nosotros, entonces adelante. Pero la gente que tienen en su camioneta son nuestro asunto, no suyo”, dijo Celia enfrentando al guerrillero más alto, a quien tomó por el líder. El hombre tartamudeaba mientras escupía insultos, claramente pálido porque esta pequeña mujer indígena le estaba dando órdenes. Pero antes de que pudiera mascullar una respuesta determinada, ella exigió a los guerrilleros poner a los secuestrados en su camioneta. Sin esperar respuesta, inmediatamente pasó a la fuerza entre los guerrilleros y sus armas para abrir las puertas de su camioneta y dejar salir a las víctimas.
Forzados a decidir entre ceder o masacrar a los sesenta guardias nasa —un desastre de relaciones públicas en todo sentido, inclusive en la lógica trastornada de las FARC— los guerrilleros cedieron y se marcharon.
Celia ríe, asombrada por cómo tuvo el coraje de confrontar a los guerrilleros tan firmemente. Esta modestia es clásica en ella: en mis conversaciones con ella, repetidamente disminuyó su valor y aún su papel como miembro de la Guardia Indígena, prefiriendo en cambio acreditar a toda la comunidad nasa por estas pequeñas pero significativas victorias.
Desde su creación, la Guardia Indígena ha realizado incontables misiones similares, algunas veces desplegando miles de guardias de una sola vez. Sus tácticas se basan en su habilidad para movilizarse con velocidad luminosa, su disciplina de corte militar y, sobre todo, su superioridad númerica.
Cuando el gobernador nasa de resérvale resguardo de Tacueyó, donde vive Celia, se le acercó la primera vez para que lo ayudara a crear una Guardia Indígena en el área, Celia fue reticente. “¿Cómo podemos proponernos enfrentar a las guerrillas, los militares y los paramilitares? Da como mucho miedo”, se quejó. Pero el gobernador le prometió que aunque estuviera a cargo de reclutar a gente para la guardia, su tiempo de servicio solamente duraría tres meses, así que ella aceptó.
Convenció a dos amigos de unirse a ella para la junta inicial sostenida el 28 de mayo de 2001, que formalmente creó a la guardia en forma permanente, haciendo de ellos tres los primeros guardias indígenas de Tacueyó. Pero ella tenía que reclutar más gente. Esto fue particularmente difícil en ese tiempo, porque el área alrededor de Tacueyó se había vuelto un baluarte de la guerrilla, volviéndolo el epicentro de una guerra territorial entre grupos armados. “Nadie quería ser guardia”, recuerda Celia. “Estaba harta, solamente quería que terminaran mis tres meses para retirarme”.
Con el conflicto aumentando, el gobernador insistió en que Celia conformara la guardia con la esperanza de extender sus tareas de seguridad a todas las comunidades dentro del resguardo de Tacueyó. Pensaba que si había 33 aldeas en el resguardo, la guardia necesitaba diez miembros para cada comunidad, un total de 330 miembros. “Eres una persona dinámica, Celia, no te preocupes que vas a poder hacerlo”, fueron sus únicas palabras de consejo. Y Celia fue de pueblo en pueblo, casa por casa, y en un mes había reclutado personalmente una fuerza total de 330 voluntarios para la naciente Guardia Indígena.
El “periodo de prueba” de tres meses de Celia se convirtió eventualmente en tres largos años, durante los que sirvió como coordinadora regional —el cargo más alto— de su sección local de la guardia. Gracias a sus esfuerzos pioneros como la primera mujer guardia, estima que ahora hay unas 160 mujeres en su área.
“Para nosotros, es un gran avance”, dice Celia, “porque cuando comenzamos la única mujer era la secretaria, que era lo más común en nuestras organizaciones, así que pienso que hemos avanzado”.
En los primeros días de la guardia, Celia recuerda al líder a de toda la Guardia Nasa dejándola unirse a regañadientes. “Soy una mujer chiquita, y por entonces bastante flaca —he engordado un poco”, ríe, “pero él era muy escéptico”. En retrospectiva, Celia de hecho asume que el desaliento por parte de sus compañeros hombres fue un factor que la ayudó a perseverar: “Por supuesto pienso que los hombres deberían tratar a las mujeres como si fueran de porcelana”, ríe entre dientes, “pero también podrían debilitarnos más. A veces son duros con nosotras, pero también nosotras somos duras con ellos. Eso es bueno, nos hace más fuertes a todos”.
Con su determinación, incluyendo su heroico liderazgo en los rescates de rehenes, Celia dice que se ganó el respeto de corazón de sus colegas hombres. Pero otra vez prefiere modestamente dar crédito al apoyo de sus colegas y de su comunidad en el éxito que ha tenido como guardia y organizadora comunitaria.
Al final de una de nuestras conversaciones, compartió conmigo su mirada como mujer en estos esfuerzos. “Una no tiene que dejar de ser mujer para hacer estas cosas”, dice Celia. “Para tener éxito no deberíamos copiar las cosas que hacen los hombres, porque seríamos nomás igual a ellos. En cambio, hago las cosas a mi modo, desde mi espacio como mujer”.
Alicia Chocué, que ha sido gobernadora de el resguardo nasa de Pueblo Nuevo entre 2003 y 2004, afirma que, para una mujer indígena en un cargo de poder, la ya pesada responsabilidad de gobernar es doble. “Una no solamente tiene que dejar el nombre de su puesto en alto”, explica, “sino que además una tiene que dejar una buena impresión de una mujer habiendo estado en ese cargo, para que esos espacios sigan abiertos a más mujeres en el futuro”.
“Es muy difícil”, continúa, “porque tienes que prácticamente abandonar a tu familia para servir a la comunidad, y recibimos un montón de amenazas de muerte, porque el movimiento indígena tiene muchos enemigos”. De hecho, acceder a un cargo público en cualquier parte de Colombia, pero especialmente como líder indígena, significa ponerse, y a la familia, bajo las miras de los grupos armados —y todavía más en el campo.
Alicia nunca aspiró a tener un cargo público. Su primer trabajo de paga fue en el servicio doméstico, limpiando los palaciegos hogares de la clase alta en la cercana ciudad de Cali. Inconforme, comenzó a tomar clases nocturnas con la esperanza de un día conseguir un mejor empleo para pasarlo mejor. Cuando Alicia regresó a su comunidad en Pueblo Nuevo, se involucró en la educación, algo que pronto la apasionó.
La gente de Pueblo Nuevo le dio la tarea de trabajar con la estrecha red regional de organizaciones indígenas para concebir una currícula bilingüe para la escuela primaria que enfatizara la historia y la cultura nasas. El proceso conllevaba además sesiones de entrenamiento para los participantes que luego se convertirían en los maestros encargados de implementar esa currícula bilingüe. Luego de terminar, Alicia se dedicó a crear escuelas piloto para el nuevo programa y a profesionalizar a nuevos maestros. No pasó mucho tiempo antes de que la seleccionaran como coordinadora educacional de toda la región indígena del departamento de Cauca.
Como con Celia en la Guardia Indígena, cuando Alicia fue elegida por su comunidad para ser gobernadora, aceptó el cargo con reticencia y muchas reservas. “Pero en tales casos no se trata de lo que uno quiere, sino de lo que la comunidad te demanda”, razona Alicia. Esta subordinación de las preferencias individuales a las de la comunidad es el ethos dominante en todos los aspectos de la vida en las comunidades nasa, donde las decisiones más importantes son tomadas colectivamente en grandes asambleas.
Alicia acepta que su trabajo previo en educación como un tremendo apoyo para ayudarla a navegar entre las complejidades diarias de gobernar a su comunidad. Como gobernadora, tuvo que conciliar las decisiones de casi noventa diferentes representantes de los consejos comunitarios, que son las unidades administrativas más pequeñas.
“La comunidad es el motor que maneja todas nuestras decisiones”, dice Alicia. Y esto tiene una razón práctica también, agrega. “Hacer las cosas juntos y que nuestros esfuerzos se vuelvan colectivos no solamente hace más fáciles los proyectos que realizamos, sino que también significa que conseguimos mejores resultados”.
De todos modos, ser gobernadora no fue de ninguna manera algo fácil. “Los espacios para el papel de la mujer se han abierto mucho”, afirma, “pero por supuesto que todavía hay mucho machismo por la cristianización y el colonialismo”. Y sean los dirigentes hombres o mujeres, Alicia admite que parte de la dificultad es que la gente de las comunidades no siempre está dispuesta a obedecer a las autoridades indígenas —particularmente si una mujer está tomando las decisiones. La oposición a sus decisiones algunas veces tomó formas más patentes, bordeando el sabotaje: “A veces la gente podría de hecho ponerse en mi camino poniendo obstáculos que me impidan hacer mi trabajo”.
Más aún, comparadas con las de los contrapartes masculinas, las vidas personales de las mujeres en cargos públicos quedan bajo intenso escrutinio, realzado en este caso por la insignificante privacidad existente en las estrechamente ligadas comunidades nasa. Aparte de juzgar el desempeño de una mujer en un cargo, anota Alicia, “la gente también juzga qué tan bien cuidas de tus responsabilidades como mujer, cómo te encargas de tu hogar y de tu familia. Eres evaluada por todos lados”.
Alicia cuenta a este escrutinio de su vida en el hogar como uno de los retos más difíciles, no solamente porque tener un cargo público en las comunidades nasa es un trabajo sin sueldo, y ella tres hijas que mantener. Servir a su comunidad creó tensiones en su matrimonio, forzándola a separarse de su marido. “No entendió lo que estaba tratando de hacer, lo en realidad no era nada. Estaba solamente tratando de ayudar a mi comunidad”, se lamenta.
Gobernar a las comunidades nasa es un trabajo de 24 horas. Durante su gobierno de tres años, la gente podía venir a la casa de Alicia a cualquier hora de la noche para presentar quejas o para pedirle ayuda. Frecuentemente llegaba a su casa luego de diez o doce horas en la oficina y había una larga fila de gente reunida en su puerta esperándola. Sin embargo se lo tomó con calma, porque consideraba que una gran parte de su trabajo era escuchar a la gente, aún si solamente era para hacerla sentir mejor. Mirando hacia atrás, considera que una o dos horas escuchando a la gente “era más que justo”, aunque a veces “no había tiempo suficiente para comer”.
Gracias a los hercúleos esfuerzos de mujeres como Celia Eumesa y Alicia Chocué, al igual que, como ellas cuidadosamente resaltan, a sus comunidades, el pueblo nasa es probablemente el grupo indígena más organizado de Colombia. Al pasar los años, han sido reconocidos nacional e internacionalmente como notables faros de paz y esperanza en mitad de la avasallante oscuridad de la guerra colombiana. La Guardia Indígena recibió el prestigiado Premio Nacional de la Paz en Colombia, en 2002, por su resistencia pacífica al conflicto. El mismo año, los nasa también ganaron el Premio Iniciativa Ecuador de las Naciones Unidas por sus programas de desarrollo comunitario sustentable.
Pese a estos impresionantes logros, la amenaza más grande a los nasa sigue siendo la guerra perpetua en Colombia. El gobierno acusa con frecuencia a los activistas nasa de ser “terroristas” y simpatizantes de la guerrilla. Y en cientos de casos, a estas acusaciones siguieron arrestos y prisión, pero pocas condenas. Los nasa aún son secuestrados y a menudo matados por las FARC, que los acusan de ser informantes del ejército o de los paramilitares. Los paramilitares, por otra parte —que son acusados por los grupos de derechos humanos de perpetrar la gran mayoría de los abusos reportados en Colombia— siguen marcando a los nasa como supuestos simpatizantes de la guerrilla. (La evolución más reciente de los paramilitares en sindicatos criminales ultraviolentos con largos tentáculos, como resultado de un “acuerdo de paz” fomentado por el gobierno que fue ampliamente criticado, no parece detener ni su influencia ni su violencia.) De hecho, en Cauca los paramilitares siguen activos en su forma más tradicional de escuadrones de la muerte anti izquierdistas.
Los nasa, de cualquier forma, han sobrevivido repetidos ciclos de violencia en la turbulenta historia de Colombia. La devastación inicial de la colonización española, las guerras civiles luego de la independencia y el sangriento periodo de los años 50 conocido simplemente como “La Violencia” han llegado y se han ido. Este conflicto pasará también, de acuerdo con la visión eterna y a largo plazo del tiempo de los nasa.
Cuando los nasa describen cualquier cosa que tiene que ver con sus comunidades, la palabra “proceso” es utilizada casi obsesivamente. Para los nasa, cada cosa que hacen se entiende y se describe como “proceso” —organizarse es un proceso, gobernar es un proceso, la Guardia Indígena es un proceso, la participación de las mujeres es un proceso. Y esto no es retórico. Es un indicio de su visión expansiva del tiempo y de su creencia de que nada se termina nunca. En un sentido práctico, esto significa que todas sus iniciativas, de la educación al gobierno y más allá, son modificadas constantemente, realizadas y renegociadas para satisfacer las constantemente cambiantes necesidades del presente y del futuro.
Alicia lo resumió una vez cuando le pregunté por qué se involucró con el movimiento indígena. Me dijo: “Solamente trato de apoyar nuestros procesos comunitarios, porque pienso mucho en las generaciones futuras y en mis hijas, y en los nietos que vendrán”.
“Pienso en lo que les espera en el futuro”, continuó, “una tiene que ser consciente de esas cosas, y no puede simplemente sentarse a esperar a que las cosas caigan del cielo. Una tiene que estar organizada”.
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