Colombia, esta democracia genocida


por Javier Giraldo sj.

Secretario General de Justicia y Paz
de la Conferencia de Religiosos de Colombia.
Colaborador de la
Liga Internacional por los Derechos
y por la Liberación de los Pueblos.


1. LOS SECRETOS DE LA CONSTRUCCIÓN DE UNA IMAGEN

En la Cuaresma de 1986 fui invitado por el Comité Católico contra el Hambre y por el Desarrollo, de Francia, para participar en la Campaña de Cuaresma. Cuando me tocaba hablar sobre Colombia, interrogaba en un primer momento a los asistentes, sobre la imagen que ellos tenían de mi país. Las respuestas eran invariables. Las imágenes que se despertaban en sus mentes al mencionar el nombre de Colombia eran estas: droga, café, ciclistas (que participaban en el Tour de France) y volcán (pues estaba recién pasada la tragedia de Armero, un pueblo de Colombia que fue sepultado por una avalancha causada por un volcán).

No hay duda que el primer referente de la imagen de Colombia en el mundo es la droga. Algunos atribuyen a los carteles colombianos el 80% del comercio mundial de cocaína. Creo que el problema ha sido sobredimensionado, aunque nadie puede negar su magnitud, difícil de medir por su clandestinidad. Pero esto ha llevado a relacionar la violencia que se da en Colombia con el comercio de la droga. Habrá aquí una simple pereza investigativa, o algo más?

Un hecho me pareció revelador: el 30 de enero de 1993 explotó un coche bomba en una calle céntrica de Bogotá, causando la muerte a 20 personas. El hecho fue atribuido, no sin fundamentos, a los carteles de la droga y la noticia recorrió el mundo en muy pocos minutos, a través de las agencias internacionales de prensa. Durante ese mismo mes de enero/93 fueron registrados en nuestro banco de datos sobre derechos humanos 134 casos de asesinato y 16 de desaparición, por móviles políticos.

En 25 de esos asesinatos y en 6 de esas desapariciones, todos los indicios conducían a responsabilizar de los crímenes a agentes del Estado.

En otros 89 casos de asesinato y en 10 de desaparición, los indicios apuntaban a los grupos paramilitares que actúan como auxiliares de la fuerza pública.

Esto quiere decir que, mientras aquel crimen del narcotráfico que destruyó 20 vidas humanas fue amplia e inmediatamente conocido en todo el mundo, las 130 víctimas de agentes del Estado o del para-Estado fueron ignoradas por los sistemas de información mundial: no existieron. Ciertamente esos 130 casos no ocurrieron en el mismo día ni en el mismo sitio, sino distribuidos en el lapso de un mes y esparcidos por la amplia geografía de Colombia; así no podían entrar, pues, en los parámetros de la "información" internacional. Pero el contraste entre lo que se informa y lo que no se informa, explica los mecanismos de construcción de imágenes falsas.

Organismos no gubernamentales de Colombia registraron de mayo/89 a junio/90 -período de mayor concentración de atentados terroristas atribuidos al narcotráfico- 227 víctimas fatales, mientras en ese mismo período ocurrieron 2.969 asesinatos por móviles políticos, sin contar las muertes en combate. Esto representa un 7.69% con respecto a la violencia política. Entre enero/91 y mayo/92 las muertes violentas relacionadas con el narcotráfico representaron solo el 0.18% del total de muertes violentas ocurridas en Colombia.

El estereotipo que los parámetros de información mundial han creado sobre Colombia, ha servido también al gobierno colombiano para lavar su imagen en los foros internacionales, donde se presenta casi como "víctima" de violencias que están fuera de su control: el narcotráfico y la guerrilla, ocultando con gran facilidad los Crímenes de Estado que superan enormemente estos dos tipos de violencia, pero que, para su fortuna, son encubiertos por los sistemas mundiales de "información".

La confrontación armada entre ejército y guerrilla produjo, entre 1988 y 1992, un total de 6.040 muertes violentas, incluyendo militares, guerrilleros y civiles alcanzados por el cruce de fuegos. Esta cifra corresponde al 4.7% del total de muertes violentas y al 30.5% de las muertes violentas que tienen móviles políticos. Hay un 70% de estas últimas que demandan otra explicación.


2. CONTAR MUERTOS: UNA TAREA DOLOROSA Y POLÉMICA

En agosto de 1986 la Asamblea anual de la Conferencia de Superiores Mayores Religiosos de Colombia, aprobaba como tercera opción prioritaria la siguiente: "Estimular, apoyar e impulsar los signos proféticos que viven las comunidades, mediante una Comisión de Justicia y Paz que canalice y difunda la información y denuncia ante el país".

Las directivas de la Conferencia Episcopal no acogieron bien esta iniciativa y pusieron obstáculos a su ejecución. Dos anos después, un grupo de 25 superiores provinciales creaba, entonces, bajo su responsabilidad, una Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, la que más tarde fue asumida oficialmente por la Conferencia. Su primer proyecto concreto fue canalizar y difundir la información sobre víctimas de violación al derecho humano más sagrado: la vida. Se creó, entonces un banco de datos para registrar diariamente los casos.

La primera dificultad fue encontrar categorías que nos permitieran discernir y medir las diversas violencias que se cruzaban. Convencidos como estamos de que el término "Derechos Humanos", por razones históricas, filosóficas, jurídicas, éticas, políticas y pragmáticas, hace referencia esencial al marco de relaciones: Ciudadanos/Estado, buscamos clasificar los casos según las responsabilidades directas o indirectas que cabía atribuir a agentes del Estado. Pero esto no fue posible. Colombia había entrado desde comienzos de la década de los 80 en lo que llamamos una "Guerra Sucia". Una inmensa red de agentes violentos confusos fue substituyendo, en parte, lo que antes hacían militares y policías plenamente identificados. Y lo han hecho con métodos cada vez más refinados de clandestinidad y de confusión, logrando que las víctimas y eventuales testigos entren en una duda, muchas veces insuperable, sobre la identidad genérica de los victimarios.

Los mismos agentes de la fuerza pública comenzaron a ocultar sus placas de identidad y las de sus vehículos; a utilizar capuchas, trajes civiles, vehículos particulares y sitios clandestinos de reclusión, para justificar la ausencia de formalidades legales en capturas que conducen a desaparición forzada, asesinato, tortura o intimidación. Esto ha sido complementado con amenazas efectivas a familiares, testigos, abogados y eventuales denunciante En no pocas ocasiones, agentes del Estado o del Paramilitarismo se hacen pasar por "comandos guerrilleros" al ejecutar el crimen, dejando comunicados apócrifos en el escenario del mismo. Por su parte, los medios de "información" se apoyan en las versiones oficiales que reproducen y consolidan la desinformación.

Optamos, entonces, por buscar otras categorías que nos permitieran discernir las violencias, aunque fuera limitadamente, en el contexto de una Guerra Sucia. Echamos mano de los móviles que era posible inferir a través de algunas circunstancias de los crímenes: la región donde ocurren; la coyuntura específica que allí se vive; las características de las víctimas, como su participación en organizaciones sindicales, campesinas, comunitarias, reivindicativas o políticas, o su participación en acciones de denuncia o de protesta.

-- Los casos en que puede inferirse un móvil político (represión a posiciones ideológicas, políticas o reivindicativas) los clasificamos como asesinatos políticos.

-- Los casos en que la información es más precaria pero algunos rasgos del crimen apuntan a esos móviles, los clasificamos como asesinatos presumiblemente políticos.

-- Muchos casos quedan en la categoría de oscuros, lo que significa que aún queda alguna duda sobre su clasificación como hechos de delincuencia común.

Dada la compleja geografía de Colombia y la imposibilidad de estar en contacto sistemático con muchas regiones, utilizamos la lectura de 17 diarios nacionales o regionales, para extraer de allí noticias escuetas de muertes violentas, depurando tal información de las interpretaciones habitualmente falseadas o encubridoras de los periódicos.

Una categoría tuvo que ser puesta aparte, a pesar de la repugnancia que nos causaba su denominación: las muertes por limpieza social.

La eliminación física de drogadictos, expresidiarios, delincuentes, raponeros, prostitutas, homosexuales, mendigos y niños de la calle, se ha ido convirtiendo en una práctica rutinaria al amparo de la expansión de la violencia desde los años 80. Si bien allí confluyen diversos intereses, los indicios que se infieren de numerosos casos delatan a la Policía Nacional. Son demasiado numerosas las anécdotas que revelan un principio de incuestionada aceptación práctica en la Policía: eliminar a estas personas, pues si son llevadas ante los jueces, rápidamente quedarán en libertad o no habrá de qué acusarlas en concreto y volverán a ser nuevamente, en pocos días, un problema policial. Hay allí una ideología neonazi que legitima, en una institución del Estado, la negación del derecho a la vida.

Desde 1988 un boletín trimestral comenzó a difundir las dimensiones de la violencia política así sistematizada. Las cifras fueron y continúan siendo aterradoras. Una lectura comparativa nos hizo estremecer en alguna ocasión: la Comisión Verdad y Reconciliación, de Chile, registró 2.700 casos de asesinatos y desapariciones políticas en los 17 años de dictadura militar. Esa cifra total, con el horror que produce, es muy inferior a lo que registramos en un solo año en Colombia, desde que comenzó nuestro banco de datos.

Algunas comunidades religiosas se horrorizaban tanto al recibir nuestro boletín, que nos escribían cartas en las cuales nos pedían no publicar más esos listados de muertos, pues ello sólo producía depresión y desesperanza. No cedimos, sin embargo, a la tentación, pues creemos que al menos deben quedar constancias históricas de lo que ocurre y que las víctimas merecen al menos que sus nombres ocupen un pequeño espacio en algún documento, a pesar de todos los esfuerzos por hundirlas en el olvido y el silencio. En muchísimos casos, esas pocas líneas quedan como el único signo material de su dignidad humana.

Por otra parte, el Gobierno se muestra cada vez más molesto con nuestros listados. Durante el tiempo de redacción de este relato (julio/94) fui llamado por el Consejero para Derechos Humanos de la Presidencia de la República, para que participara en un Taller de Indicadores, "tendente a discutir y compartir criterios para la elaboración de estadísticas sobre Violencia en General, Violencia Política y Violaciones a los Derechos Humanos". En la parte final del seminario, el Consejero fustigó duramente, en presencia de delegados de todos los órganos de investigación del Estado, nuestra lectura de la realidad nacional. Se quejaba, en concreto, de que tuviéramos en cuenta los "Asesinatos Presumiblemente Políticos", pues eso llevaba a responsabilizar al Estado de casos que no eran claros; se quejaba también de que consideráramos la "Limpieza Social" como una ideología neonazi de instituciones del Estado, cuando a su juicio se trataba más de una práctica de agentes aislados; se quejaba de que consideráramos los crímenes de los paramilitares como parte de la violencia oficial, etc. Para responder a esas reiteradas acusaciones, yo insistí, en mi exposición, en que no podíamos limitarnos a registrar los casos comprobados cuando estábamos frente a una estrategia de Guerra Sucia, que llevaba ya más de 10 anos refinando métodos de clandestinidad, encubrimiento e impunidad de los victimarios, pues ello equivaldría a distorsionar profundamente la realidad nacional.


3. PASAJES DE LA GUERRA SUCIA

Sé bien que los análisis globales son siempre fríos, aunque se refieran a dramáticas situaciones humanas, y que es difícil entender una realidad distante mientras ésta no haga referencia a personas, lugares, fechas y circunstancias. Por eso prefiero escoger aquí, entre muchos millares de casos, algunos de aquellos a los cuales me acerqué personalmente, ya sea porque conocí a las mismas víctimas, ya porque seguí de cerca el dolor de familiares, amigos y comunidades enteras durante el proceso de las denuncias y en la búsqueda de una justicia imposible.

Para que la extensión del Cuaderno no se haga excesiva, hemos cortado esta sección, pero queremos recomendarte vivamente que la leas en el documento completo que puedes encontrar haciendo clic aquí


4. LA LÓGICA INTERNA DE UNA "DEMOCRADURA"

El término "democradura" es del escritor uruguayo Eduardo Galeano, quien no encontró en el diccionario una palabra adecuada para expresar la combinación extraña de formalidades democráticas con rasgos de dictadura.

Colombia, en el último medio siglo solo pasó por una dictadura militar de 4 años, entre 1953 y 1957, y por ello se presenta como una democracia "de las más sólidas" de América Latina, sobre todo por haber escapado a la era de las dictaduras de "Seguridad Nacional" que inundaron el continente en los años 60 y 70. Sin embargo, sus niveles de violencia política superan con creces los de la mayoría de los otros países.

Quizás algunos elementos de su historia política expliquen este modelo particular de Estado, que pudo asimilar profundamente los principios de la Doctrina de Seguridad Nacional bajo los formalismos de la democracia. Algunos rasgos del modelo se podrían describir así:

1) El campo de lo político se fue dividiendo en dos ámbitos compartimentados: uno, constituido por el poder burocrático-administrativo, donde siguió vigente el libre juego de los partidos y donde el botín burocrático y presupuestad siguió alimentando los ciclos de la corrupción; el otro, el del Coexisto social, fue dejado al manejo de las fuerzas armadas, para lo cual se las dotó de una copiosa legislación represiva amparada en la figura constitucional del Estado de Sitio casi permanente, pero cuyo principal instrumento fue el privilegio de juzgarse a sí mismas en los tribunales castrenses, donde la impunidad es férreamente protegida.

2) Sin embargo, una acción bélica prolongada difícilmente subsiste sin un marco de legitimación social. El desarrollo de 8 organizaciones guerrilleras en las últimas tres décadas creó un marco de "conflicto interno" que se extrapoló fácilmente al conflicto entre los bloques hemisféricos de poder. Así, el guerrillero devino "enemigo interior" que representaba el poder del bloque contrario, y por eso se consideró legítimo desconocerle cualquier derecho. Los Mass Media se encargaron de imponerle a la opinión pública la legitimidad de su muerte fuera de combate, o de convertirlo en objetivo lícito de desaparición, tortura o tratos degradantes, negándole, incluso, los derechos procesales, no a través del discurso directo, sino a través de los discursos subliminales del silencio, la distorsión o el discreto aval.

Una vez legitimado lo anterior, fue fácil extender esas legitimaciones a los "colaboradores de la guerrilla", calificación que se adjudicó con extrema generosidad a las diversas facetas del movimiento popular y de la oposición política. Con mayor facilidad se extendieron esas legitimaciones a los moradores de zonas de conflicto, donde se aplicó y se aplica la doctrina más concreta de la "responsabilidad colectiva", según la cual, campesinos, indígenas y pobladores que habiten en zonas frecuentadas por la guerrilla, o son sus militantes, o al menos responsables de su presencia y por tanto blancos legítimos de la acción bélica contrainsurgente.

3) Los años 80 produjeron crisis en el modelo, en dos aspectos: por la consciencia creciente de los derechos humanos y por el derrumbe progresivo del "comunismo internacional" que dejaba sin piso uno de los pilares ideológicos de la Doctrina de Seguridad Nacional.

Frente a lo primero, se diseñó la estrategia paramilitar, que buscó limpiar al Estado de responsabilidades en un alto porcentaje de crímenes, trasladando su autoría directa a cuerpos de civiles armados, clandestinamente coordinados por la fuerza pública. Pero, además, la conquista de un sector del narcotráfico para apoyar el Paramilitarismo, facilitó la confusión y ofreció la posibilidad de atribuir todo crimen a "autores desconocidos" que gozan de una calculada neutralidad y se denominan "narcoterroristas".

Frente a lo segundo, se reclasificó al "enemigo interior" como "terrorista", y para ello se tipificó el terrorismo en el Código Penal con la más extrema ambigüedad, con el fin de poder aplicarlo a cualquier expresión del movimiento popular y de la oposición política.

4) Sin embargo, tanto la estrategia paramilitar de Guerra Sucia, como la estrategia de penalización (léase "terrorización") de la protesta social, dejan escapes gaseosos que pueden explotar en el ámbito de la justicia. De allí que fuera necesario judicializar el conflicto. Para ello, la nueva Constitución de 1991 diseñó un modelo de justicia altamente politizado, al permitir la injerencia del Ejecutivo en los nombramientos claves del ramo, especialmente en el del Fiscal General, en el cual concentró enormes poderes discrecionales. Al mismo tiempo confeccionó una justicia paralela para la oposición política, adscribiéndola a la rama de la 'justicia ordinaria", donde dio cabida a las aberrantes figuras de: jueces secretos, testigos secretos, pruebas secretas, "delaciones" pagadas, capturas previas a toda investigación, validación de "informes de inteligencia militares", alargamiento de términos de detención sin pruebas sustentables, etc. Esta combinación de arbitrariedad e impunidad, llegó a ser, en la coyuntura actual, elemento clave del modelo.

5) Por último, es difícil ocultar tantas muertes sin dar la impresión de que el Estado es culpable de algo, al menos por omisión. Además, la comunidad internacional no puede dejar de mirar con preocupación a un país que exhibe los más altos índices de violencia en el mundo, en la última década. Frente a esto, era necesario asumir el discurso de los derechos humanos como discurso oficial explícito, y dar la impresión ante el mundo de que se hacen esfuerzos supremos para protegerlos. La nueva Constitución fue en esto magistral: incorporó en su texto casi todas las declaraciones internacionales de derechos humanos (que desde hacía muchos años habían sido firmadas y ratificadas por Colombia) y además creó nuevas instituciones protectoras. Por su parte, el Gobierno multiplicó comités y organismos oficiales de defensa de los derechos humanos. Solamente quienes recorremos a diario todas esas entidades, podemos constatar que todas ellas se sienten con plenas atribuciones para remitirse, unas a otras, las denuncias y los problemas, en un interminable ir y venir de sobres lacrados y membreteados de una oficina a otra, pero ninguna de ellas dice tener atribución alguna para resolver los problemas. Sin embargo, el frondoso organigrama de instituciones protectoras de los derechos humanos remata admirablemente, y con grandes efectos cosméticos, el modelo de democradura.


5. UNA SOCIEDAD SIN ALTERNATIVA?

Lo que han dejado las décadas de sufrimiento en muchos países de América Latina tiene profundidades que a veces son difíciles de discernir, ya por la congestión de denuncias que hay que tramitar; ya por la angustia de encontrar soluciones a situaciones apremiantes; ya por la euforia de pequeñas conquistas, o por las luchas desesperadas para lograrlas, o por las esperanzas, que a veces nos invitan a dormir sobre utopías imposibles, como mecanismos de defensa frente a las frustraciones.

Ya se ha vuelto una exigencia social que toda exposición oral o escrita sobre situaciones deplorables, debe terminar anunciando alguna salida esperanzadora. También la sociedad tiene mecanismos de defensa frente a la desesperanza.

Sin embargo, antes de esbozar cualquier salida, quisiera sacar a la superficie ciertos sedimentos angustiantes que van dejando todas estas oleadas de tragedia.

Una escena que se ha vuelto rutinaria en mi oficina, ha sido el forcejeo de argumentos para que no sean las mismas víctimas las primeras promotoras de la impunidad. En todas ellas prima, evidentemente, el afán por la supervivencia. Si lograron salvar algunas vidas, no quieren arriesgarlas más con la denuncia o la exigencia de justicia. Tienen sobrada razón. Pero justamente eso ha hecho intocables a los victimarios. El discurso sobre la necesidad de luchar contra la impunidad los entusiasma y les hace brillar los ojos por momentos, pero cuando se llega al momento de tomar decisiones prácticas que los implican, todo se desvanece. Parecen responder con su mirada, tocada de penoso escepticismo: "Ojalá tenga éxito en su lucha. Yo llegué hasta aquí".

Muy doloroso ha sido ver a parejas disolverse, porque una u otro ya no soportan por más tiempo la zozobra o la tensión de una búsqueda de justicia, o porque miran con angustia el futuro de unos hijos por cuya sobrevivencia deben responder.

Me impresionó hondamente ver llorar un día en mi oficina a un trabajador de las bananeras, testigo de muertes, torturas y amenazas que él había denunciado con valor, pero por ello se vio obligado a dejar su trabajo y a alejarse de la región. La única alternativa para no ser abandonado por su esposa y su madre, era renunciar a toda lucha, a toda denuncia y a pertenecer en adelante a cualquier organización, para no atraer más desgracias sobre la familia. Esa decisión le costó abundante llanto.

No dejo de recordar frecuentemente otra escena que me dejó profundos interrogantes e impresiones: estando en un curso con obreros en Barranca bermeja, un campesino me confió una dura decisión que había tomado pero que aún le oprimía en su interior y quería desahogarse. En su vereda se había instalado un retén militar que los sometía casi diariamente a requisas y controles. Cuando salían a traer su mercado, les destruían o arrebataban la mayor parte, con la excusa de que "esa es comida para la guerrilla". Durante varios meses organizaron sigilosamente un éxodo hacia Barranca bermeja y se tomaron una iglesia para protestar. El Gobierno central envió a un delegado suyo, el cual comprendió la situación de los campesinos y rápidamente suscribió un acuerdo con ellos, asegurando que el Gobierno no permitiría más ese tipo de requisas y saqueos. Cuando regresaron a la vereda, eufóricos con su triunfo, los militares los sometieron nuevamente a la requisa expoliadora, y al mostrarles el texto del acuerdo, les respondieron entre carcajadas: "Esos señores mandan en Bogotá. Aquí mandamos nosotros". Aquel campesino me dijo que desde ese momento su fe en las instituciones se había derrumbado y que había tomado la decisión irreversible de sumarse a la guerrilla. Un nudo en la garganta me impidió responderle por un buen rato. Me encontraba ante un hombre que había pagado elevadas cuotas de sacrificio para demostrar el valor de las luchas no violentas, pero ahora su esperanza estaba destrozada. Qué alternativa presentarle de lucha, que él ya no hubiera intentado con resultados frustrantes? Quise hacerle ver que tampoco en la guerrilla iba a experimentar éxito alguno y más bien le esperarían profundos sufrimientos y sinsabores. Él me respondió que eso bien lo sabía, pero que sólo buscaba morir con dignidad, pues de todas maneras lo iban a matar. Me pregunté, entonces, si muchos combatientes no se embarcarán, a plena consciencia, en una lucha sin esperanza, pero encontrándole algún sentido extremo a ese luchar sin esperanza.

Frecuentemente recuerdo un diálogo con las Madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires. El cuadro político de Argentina parecía evidenciar que los años de la dictadura, con su represión brutal, habían logrado exterminar, exitosamente, a toda una generación ideológica, y condicionar por el terror a la generación siguiente. Una opción implícita pero férrea parecía adivinarse en la nueva generación: nunca jamás transitar por los caminos ideológicos por donde transitaron los desaparecidos, los torturados, los masacrados. Es su tributo subconsciente al deseo de vivir.

Recordé mucho ese diálogo al leer un día a uno de los columnistas habituales de un diario nacional. Por qué nos oponemos -se preguntaba- a que ciertos movimientos políticos de izquierda participen en el Parlamento? No son, acaso, una minoría controlable? Qué significan 10 ó 20 votos frente a más de un centenar de los partidos tradicionales? No le da eso, acaso, una buena imagen al Congreso, como Congreso democrático, pluralista, que respeta todas las opiniones? Habría motivos de preocupación y alarma si esa minoría se creciera.

El desenfado de esas reflexiones me confirmaba en conclusiones similares a las de las Madres de la Plaza. La democracia y el respeto a los derechos humanos fundamentales tienen un precio: no buscarle alternativas al sistema imperante.

Cuando en Colombia los Consejeros del Presidente declaran ante la prensa: "se ha producido una mejoría notable en la situación de los derechos humanos", y señalan disminuciones en 100 o 200 casos, en las cifras de víctimas que suman varios millares, muchos nos preguntamos cuál habrá sido el precio de esa disminución. Será que va quedando menos gente para matar de la que había que matar? No será que hay menos campesinos dispuestos a participar en una marcha reivindicativa? o menos trabajadores dispuestos a participar en una huelga o a afiliarse a un sindicato? No será que hay menos personas dispuestas a exigir justicia o a denunciar a sus victimarios?

Con todos estos recuerdos y reflexiones solo quiero señalar con el dedo una dimensión de la represión que pocas veces se toma en cuenta: la destrucción de la conciencia moral.

Cuando el instinto de conservación se pone en dilema con opciones éticas que tocan los modelos, los comportamientos, las estructuras sociales, se está destruyendo, en niveles muy profundos, la consciencia moral de la sociedad.


6. LA IMPUNIDAD: UNA CLAVE

Muchos sociólogos afirman que no se da relación estrecha entre situaciones de pobreza y violencia, o sea que la violación generalizada de los derechos económicos no produce, ordinariamente, reacciones violentas. Algunos dicen que éstas son mucho más probables cuando existen muy fuertes contrastes entre ricos y pobres y son percibidos muy sensiblemente.

Hay una relación más estrecha entre la violación de los derechos civiles y políticos y la violencia. El cierre de espacios políticos de participación genera, con mayores probabilidades, formas de insurgencia armada. El espacio político en Colombia, hasta finales de los años 70 fue un espacio bastante cerrado, dominado por dos partidos tradicionales en forma excluyente, manteniendo en la ilegalidad a toda fuerza alternativa, mucho más si ésta era "socializante", la que entonces era perseguida con múltiples formas de violencia estatal y mediante campañas de deslegitimación ideológica o "demonización" a través de todo aparato Superestructuras Quizás esto explica la conformación de 8 organizaciones guerrilleras (y otras más fugaces) desde los años 60.

Ciertamente la Constitución del 91 tiene otras filosofía. Es de inspiración liberal, aunque no escapó a fuertes condicionamientos antidemocráticos que dejaron en ellas sus huellas profundas, como: el sistema de justicia, el Fuero militar; los estados de excepción, además de un artículo transitorio que permitió convertir en leyes permanentes todos los decretos de Estado de Sitio expedidos entre 1984 y 1991.

El problema colombiano se sitúa cada vez menos en un campo legal. Yo recuerdo los primeros Foros de Derechos Humanos realizados a comienzos y mediados de los años 80; en las conclusiones y manifiestos finales planteábamos, por ejemplo: la abolición de la justicia castrense para los civiles; el levantamiento del Estado de Sitio, que era permanente, y de numerosos decretos aberrantes emitidos bajo su cobertura, como el "Estatuto de Seguridad" (1978); la derogatoria de los supuestos fundamentos legales del Paramilitarismo (Ley 48/68); el nombramiento de un Procurador Delegado para las Fuerzas Militares y de un Ministro de Defensa civiles; la firma y ratificación de ciertos convenios internacionales de derechos humanos, etc. Todo esto se ha ido consiguiendo, pero la violencia ha continuado en forma alarmante. El problema se sitúa ciertamente en terrenos más prácticos.

Los "procesos de paz", o diálogos entre el Gobierno y la guerrilla, desde la administración Betancur (1986-1990) nos han enseñado mucho. Betancur hizo aprobar una Ley de Amnistía para los guerrilleros que decidieran optar por las vías legales de lucha (Ley 35/92) pero pocos meses bastaron para descubrir la trampa: un alto porcentaje de los amnistiados fueron asesinados, muchos de ellos a pocas horas de legalizar su situación. El partido político Unión Patriótica, fruto también de ese primer "proceso de paz", ha sufrido, desde su fundación en noviembre de 1985, el asesinato de un militante cada 53 horas. En los cuatro primeros años esa frecuencia fue más intensa: un militante muerto cada 39 horas, y en los períodos preelectorales aún más: un militante muerto cada 26 horas. Mientras escribía este relato, contemplé el funeral del último senador de la U.P., asesinado el 9 de agosto/94. El cortejo fúnebre era ya muy reducido. Para muchos, militar en la U.P. es llevar una sentencia de muerte implacable, escrita en gruesos caracteres sobre el pecho. El año pasado, el Defensor del Pueblo, a petición de la Corte Constitucional, hizo una revisión de las "investigaciones" que cursan por asesinatos de militantes de la U.P. Solo revisó 717 casos (cerca de una tercera parte, pues los demás parece que ni merecieron un proceso) y descubrió que solo en 10 casos hubo sentencia, 6 de ellas absolutorias.

Muchas veces hemos puesto nuestra confianza en la administración de justicia, como posible eje de una salida. Si la Justicia funcionara -pensamos- quizás los victimarios no actuarían con tanto desenfreno.

Los últimos gobiernos han prometido "fortalecer la justicia" como solución a los problemas de violencia e impunidad. Los gobiernos de los Estados Unidos y de la Unión Europea han aportado grandes sumas para ese objetivo. Sin embargo, la impunidad campea a niveles escandalosos: al finalizar la administración Gaviría, el Director Nacional de Planeación reveló (abril/94) que de 100 delitos que se cometen en Colombia, sólo 21 son denunciados, y que de éstos, 14 prescriben por diferentes razones y sólo 3 terminan en sentencia, lo que arroja un índice de impunidad total del 97%. Y si miramos el problema desde la Procuraduría, que es el organismo que vigila a los funcionarios del Estado y solo produce sanciones de tipo administrativo (no penas), el último Informe del Procurador sobre las situación de los derechos humanos (junio/93) reconocía que menos del 10% de las quejas recibidas (que se colocan bien pocas) son investigadas, y que de éstas, solo el 21% culminan en un fallo, y que de ésos fallos, en el caso de los militares, el 56% son absolutorios.

Por qué no funciona la Justicia? La mayoría de la gente ya no cree en ella justamente porque no funciona (un círculo vicioso?) y prefiere buscar formas de justicia privada o se resigna a la impunidad. Frente a los Crímenes de Estado es extremadamente difícil convencer a una víctima, a un familiar o a un testigo para que rinda una declaración acusatoria o se constituya en Parte Civil dentro del proceso que le concierne, pues están convencidos de que con ello firman su sentencia de muerte o atraerán una cadena infinita de persecuciones y desgracias sobre sí y sobre su familia. Cómo darles confianza, mientras el número de denunciantes asesinados o desaparecidos crece?

A pesar de todo, hay minorías valientes que no se resignan a la impunidad y rinden sus declaraciones. Son casos realmente excepcionales, pero no por ello dejan de estrellarse contra la muralla inexpugnable de la impunidad. Cuando las pruebas son insoslayables, el caso pasa a Jurisdicción Penal Militar, donde los militares se juzgan a sí mismos en tribunales donde se fusiona la autoridad institucional con la judicial, produciendo figuras como ésta, que no pocas veces se ha repetido: el que dio la orden de cometer el crimen actuando como presidente del jurado que juzga a los que la obedecieron. Cuando el caso escapa a la "justicia" castrense o se ventila solamente en la Procuraduría, los métodos de la Guerra Sucia, con sus refinados mecanismos de clandestinidad y de confusión, rara vez permiten que los expedientes salgan de ese "Limbo" que se denomina "Investigaciones Preliminares", donde realmente se abusa del término "investigación". Si la víctima, sus familiares o alguna organización no gubernamental no hacen ellos mismos la investigación y aportan las pruebas a funcionarios que rara vez salen de sus escritorios, el expediente será archivado luego de un tiempo prudencial.

Pero qué pruebas pueden aportar las víctimas o sus familiares? Solamente testimonios de quienes presenciaron furtivamente el crimen o alguno de sus momentos secuenciales y no tienen mucho miedo a las represalias. Sin embargo, el testimonio ha sido progresivamente envilecido. Unas veces se le niega toda credibilidad arbitrariamente, como en el caso del asesinato de la misionera Suiza Hildegard Feldmann (sep. 9 de 1990), en el cual la Procuraduría rechazó 24 testimonios coincidentes, tomados por diferentes funcionarios, en distintas fechas y en diversos lugares, y solo aceptó la versión de 4 militares, 3 de ellos incursos en el crimen y uno que no fue testigo, con el absurdo argumento que: "el interés del ofendido lo puede llevar a distorsionar la verdad". Otras veces se busca invalidarlo mediante "testimonios" opuestos que digan lo contrario, como sucedió en el caso del proyecto paramilitar de El Carmen de Chucuri, sin que los investigadores se tomen el trabajo de comprobar los hechos objetivos a que aluden los testimonios (en el caso de El Carmen de Chucuri bien hubieran podido revisar más de 300 actas de defunción, pero no lo hicieron). El actual régimen de "Justicia Secreta" se presta admirablemente para comprar testimonios tendientes a invalidar otros (fuera de los que se compran para acusar falsamente de "guerrilleros" o "terroristas" a quienes reclaman justicia o a quienes ponen las denuncias, como en el caso del Párroco de El Carmen de Chucuri).

Qué hacer, entonces? De todas maneras la impunidad sigue siendo la clave fundamental del modelo y sus consecuencias desastrosas para la sociedad:

deja intactas las estructuras y asiente implícitamente a las conductas que hicieron posibles los crímenes, allanando el camino para que se continúen perpetrando;

legitima ante la sociedad conductas que destruyen radicalmente la convivencia humana civilizada;

atenta contra las leyes que tipifican esos crímenes invalidándolas en su dimensión operativa;

destruye la confianza en el sistema de justicia y deja desprotegidos a los ciudadanos frente al crimen;

estimula la búsqueda de formas de justicia privada y el desarrollo de múltiples formas de violencia;

constituye una nueva afrenta para las víctimas, para sus familiares y para todos los que comparten moralmente los efectos del crimen;

atenta contra la credibilidad de las instituciones, sobre todo de aquellas más involucradas en la perpetración de los crímenes y en la complicidad o tolerancia de los mismos;

destruye la base fundamental del Estado de Derecho;

crea en la sociedad un ambiente de aceptación fatal del crimen de Estado que lleva a considerar como altamente riesgoso el ejercicio de determinados derechos civiles, políticos y sociales, haciéndolos efectivamente nugatorios y destruyendo la conciencia moral de la sociedad;

condiciona o determina las conductas sociales y las posiciones ideológicas con censuras subliminales a toda exigencia de justicia o a toda posición favorable a una sociedad alternativa.

La impunidad se escuda en los numerosos vacíos e ineficiencias de la justicia; en la omisión culpable de todos los poderes; en el celestinaje de los medios de 'información"; en la manipulación sentimental de la opinión pública; en las intimidaciones y chantajes de los victimarios.

A veces se la legitima con tesis que no resisten ningún análisis ético, como la de la licitud de combatir Crimen con crimen, absolviendo por principio y de antemano a quienes lo hacen desde el Estado; o la de equilibrar las amnistías e indultos otorgadas a grupos insurgentes con amnistías e indultos a los culpables de Crímenes de Lesa Humanidad desde el Estado, reivindicando para los victimarios el imposible "derecho de perdonarse a sí mismos".

Pero también la impunidad ha buscado legitimaciones religiosas, a través de un recurso ilegítimo a la veta reconciliatoria del Cristianismo, desnaturalizando el valor cristiano del perdón. Se ha querido extraer el perdón de su ámbito propio de las relaciones interpersonales, donde se realiza su valor cristiano como acto creador, gratuito, libre y riesgoso, que busca superar situaciones límite de ruptura mediante una fe activa en el ofensor, reconstruyéndolo como hermano, y trasladar ese perdón al ámbito de las relaciones jurídico políticas, donde las relaciones humanas son mediadas por estructuras que eluden las dimensiones de gratuidad, creatividad y libertad en que se nutre esencialmente el valor del perdón.

Lamentablemente el discurso del "perdón y olvido", asumido incluso por algunos episcopados, no hace siquiera alusión a lo que la tradición teológica cristiana dejó en los grandes catecismos, cuando se esforzó por traducir al ámbito de lo masivo el valor cristiano del perdón y formuló sus 5 condiciones clásicas de autenticidad: examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda, confesión y reparación del daño.

Un esfuerzo similar se impone para traducir el valor de la reconciliación cristiana al ámbito de las relaciones jurídico políticas. Allí no podría soslayarse un esclarecimiento público de la culpabilidad, ni la condena explícita de los mecanismos, estructuras y doctrinas que posibilitaron los crímenes, ni medidas correctivas que cierren el camino a la reiteración de los mismos, ni la reparación a las víctimas y a la sociedad. La naturaleza misma de una comunidad política hace que, si no existe una sanción social explícita y profunda que repercuta en la memoria social, los crímenes no son deslegitimados. De lo contrario, el valor cristiano del perdón puede alcanzar su máxima perversión: pasar de ser un acto creador de fraternidad a ser un acto encubridor de la institucionalización del crimen y destructor de las barreras protectoras de la dignidad humana.


Editado electrónicamente por el Equipo Nizkor, en Madrid a 01 de septiembre de 1996.

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